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viernes, 31 de julio de 2015

Capítulo 13: Declaración de guerra



Tras la batalla, todos los soldados buscaron por todas partes algún rastro de la hija de Joklar, pero no encontraron nada de ella ni de sus sirvientes. Todos suponíamos a dónde se había dirigido y sería demasiado arriesgado seguir el rastro para dar con ella. Hatik dio la orden de que volviéramos todos a casa, diciendo que habíamos cumplido con éxito nuestra misión y que encontrar a aquella chica no era nada importante y entrar en territorio torvalino con un ejército podría ser considerado como una declaración de guerra. La mejor opción era ignorarla y regresar a Arstacia. Al fin y al cabo, solo se trataba de una chiquilla que no podría causar problemas al imperio. O eso pensábamos todos.

El ejército se separó y cada división volvió a su lugar de origen. Nosotros, en Arstacia, nos encontramos con un recibimiento cálido por parte de los ciudadanos, quienes formaron en multitud un pasillo que llevaba desde la entrada hasta la plaza, donde se encontraba para recibirnos el emperador en persona junto a su familia. Habían construido un palenque de gran altura para que todos pudieran ver al emperador y a su familia, en especial a su hijo mayor, el príncipe y heredero al trono.

A pesar del escenario montado, los protagonistas aquel día éramos los soldados que volvimos con vida a la ciudad, y las miradas de todos estaban puestas en nosotros. El clamor del pueblo y sus aplausos conforme pasábamos en mitad del pasillo que habían conformado al amontonarse a ambos lados de la calle era una sensación reconfortante. Jamás pensé que sería tan placentero regresar de una batalla y encontrarse con el amor de la gente a la que defendiste. Uno se sentía importante al encontrarse ahí.

Al llegar a la plaza formamos varias filas frente al palenque del emperador y nos dispusimos a escuchar su discurso:

-Vosotros, soldados del gran imperio antrano, sois la gloria de la ciudad. Habéis servido con honor y luchado con valentía en esta cruenta batalla contra un aliado de los rebeldes. Los rebeldes están consolidando sus fuerzas y ganando aliados cada vez más poderosos, pero vosotros habéis conseguido hacer que sus fuerzas mermen. Confío en que algún día, todos vosotros haréis que caigan.

Toda la ciudad de Arstacia rugió al escuchar sus palabras. Muchos gritaron “muerte a los traidores” o “a la hoguera con ellos”. Todos mostraban su odio hacia los rebeldes y sus ganas de acabar con cada uno de ellos para devolver la paz al imperio.

-Algunos de vosotros acabáis de convertiros en soldados-prosiguió el emperador-, y vuestro valor es innegable. Os agradezco, en nombre del pueblo de Arstacia y del imperio de Antran, que luchéis a nuestro lado. El ejército es nuestra espada y nuestro escudo para proteger nuestro honor y nuestras vidas, y es un orgullo y un verdadero honor teneros a vosotros para reforzarlos.

Los clamores esta vez se dirigieron hacia el emperador, engrandeciéndole con alabanzas varias. Los gritos y los aplausos se hicieron cada vez más fuertes, y a ellos se unieron los golpes metálicos de las espadas de los soldados contra sus escudos. El ruido era ensordecedor, incluso llegaba a resultar algo molesto. Era tanto el jaleo que se estaba montando con el discurso del emperador que nadie pudo escuchar el silbido de una flecha que pasó por encima de nosotros.

Desde la cercanía del tejado de una de las casa que rodeaban la plaza, una figura ataviada con ropajes negros, a quien no se le podía ver el rostro debido a la capucha y al pañuelo que se lo tapaba, disparó una flecha que impactó directamente contra el hijo mayor del emperador, clavándose en su pecho. El príncipe se desplomó en el suelo al acto, cayendo fulminado por el disparo. En ese momento se hizo el silencio durante unos segundos. Algunas personas gritaron de pánico, otras se echaron a llorar, los más precavidos echaron a correr para buscar refugio en sus hogares y unos pocos curiosos buscaron con la mirada al autor de aquel asesinato.

Los guardias y los soldados nos pusimos al unísono en guardia, buscando la proveniencia de la flecha. Fue un guardia quien nos señaló al culpable al alzar la voz. Ya había muerto, alguien le había degollado con un cuchillo pero no había ningún arma cerca ni nadie parecía haberse manchado con la sangre. La guardia imperial se abrió paso entre los curiosos para examinar el cuerpo. Estaba claro que era el culpable pues aun tenía el arco con el que disparó la flecha en su mano, pero el misterio de quién lo había matado seguía aun en el aire.

Al final se llevaron el cadáver del asesino hasta el palacio, jamás supe para qué, y el gentío empezó a dispersarse cuchicheando entre ellos y murmurando acerca de lo acontecido. En lo que quedó de día no pude ver a Karter ni a Trent.

Karter había recibido la orden de patrullar la ciudad con el resto de guardias en busca del hombre que mató al arquero. Se especulaba que el asesinato del príncipe había sido planeado y orquestado por el asesino del arquero, quien solo era un simple peón a quien matar para que sirviera como señuelo y que el que lo organizó todo pudiera escapar de ahí. Se rumoreaba que el asesino aun seguía en la ciudad, pero no había ni rastro de él a pesar de que una parte del ejército estaba cubriendo la seguridad de las calles en colaboración con los guardias.

Trent, por su parte, tuvo el privilegio de acompañar a la familia del emperador, al emperador y a varios sabios al palacio, donde la guardia imperial les protegería durante el resto del día. Todo esto lo supe al día siguiente cuando me lo contaron en la taberna donde nos reunimos para beber y hablar un rato.

Un par de días más tarde, Barferin vino a buscarme a mi casa para acompañarme hasta los cuarteles en el palacio. Parecía ser que el capitán nos había convocado a todos los soldados y el único que faltaba por avisar era yo. Al enseñar los brazaletes de la cuarta división no tuvimos ningún problema al entrar en el palacio. Dentro del cuartel ya estaban todos los soldados esperando, sentados en una mesa rectangular bastante alargada en la cual presidía la reunión el capitán, ubicado en un extremo de la mesa. Al otro extremo se sentó Barferin como su mano derecha.

-Todos sabréis de los chicos de la élite, los caballeros que conforman el escuadrón de la guardia personal del emperador, ¿cierto?-comenzó a hablar el capitán después de que Barferin y yo nos sentáramos-. Tras el atentado contra el príncipe han estado trabajando duramente para encontrar a su asesino. Está claro que la mano ejecutora fue el arquero que encontramos, pero alguien lo mató y no fuimos nosotros-dijo refiriéndose a los soldados antranos-. Por ello creemos que quien lo ha orquestado ha sido una persona diferente queriendo mandar un mensaje y deshaciéndose de su peón.

-¿Qué se sabe del arquero?-preguntó Garlet.

-Era alguien de las tierras del norte, un mercenario-comenzó a explicar Barferin para ahorrarle el trabajo al capitán-. No parece tener ningún parentesco en Torval, pero está claro que han sido los torvalinos quienes han estado detrás de esto.

-¿Por qué estáis tan seguros?-pregunté confuso.

-Porque en el extremo opuesto a la punta de la flecha había un lazo negro. A lo largo de la historia, todas las declaraciones de guerra torvalinas se han realizado con sangre. Su marca siempre ha sido, además de derramar sangre importante, un lazo negro junto al arma homicida-nos explicó Barferin.

-En este caso, la flecha que lanzaron-concluyó el capitán-. Por eso os hemos reunido hoy aquí, muchachos. Queremos que estéis preparados para partir dentro de tres días. Despedíos de vuestros familiares y vuestros seres queridos y aseguraos de disfrutar estos días como nunca, porque es posible que no volvamos más.

-¿A dónde vamos, señor?-preguntó el hombre que salió en mi defensa el día que conocí al resto de los soldados.

-A recorrer Torval hasta llegar a su capital-respondió Barferin.

-¡Es una locura!-se quejó Horval, un hombre de pelo largo negro y barba desaliñada, al cual le faltaba un ojo, o eso supuse por el parche de cuero que le tapaba casi medio rostro.

-No podemos esperar a que su ejército llegue hasta nuestras puertas, así que Hatik ha vuelto a reunir un ejército y quiere que nosotros encabecemos la marcha-volvió a responder Barferin.

Todos los soldados empezaron a murmurar entre ellos y alzando la voz para dar su opinión al mismo tiempo, causando un enorme jaleo dentro de la estancia. Todos salvo yo, que aun no había cogido suficiente confianza para hablar en público. La discusión siguió avivándose durante un buen rato hasta que el capitán los hizo silenciar golpeando con fuerza sobre la mesa.

-Sé que acabamos de volver de atacar, pero también sabíamos cuando nos unimos al ejército que nuestra vida se resumiría en luchar y seguir luchando. Y si son órdenes del comandante, tenemos que aceptarlas.

-Espero que esta vez el ejército sea más numeroso-dijo Sig con su descaro característico.

-Creo que somos casi el doble de soldados que la última vez para poder cubrir las bajas que hayan-respondió Barferin.

-Pocos somos para lo que tendremos que hacer-replicó Garlet.

-Hemos hecho locuras mayores, y muchos de nosotros lo sabemos de primera mano-dijo el capitán con un tono más amigable y cercano-. Venga, que por algo somos la envidia del resto de divisiones. Vayamos a la guerra, cumplamos con nuestro trabajo y matemos a un puñado de torvalinos. Que se enteren que declararnos la guerra es la peor decisión que han tomado en sus vidas.

Su pequeño discurso hizo que los ánimos de los soldados se levantaran y todos gritaron dispuestos a luchar, dando su aprobación a aquella guerra. Para mí todo estaba pasando demasiado rápido. Siendo aun un simple recluta fui llamado por el emperador y por su caballero de confianza para encomendarme un trabajo. Sí, fue algo sencillo a pesar de lo que se trataba, he de reconocerlo, pero, al fin y al cabo, fui llamado por el mismo emperador en persona. Poco después, sin apenas entrenamiento ni preparación, me asignaron a la cuarta división antrana, la mejor división de infantería del imperio. Y, por si no fuera bastante, al día siguiente me mandaron a un asedio para que, días después, empezara una guerra en la que tendría que intervenir. Sí, era todo demasiado rápido, y no sabía cómo lo iba a llegar a soportar, pero pensé que así sería verdaderamente la vida de un soldado, que no todo era la gloria y las comodidades que se veían desde fuera, que todos los lujos que les rodeaban y toda la gloria que recibían la obtenían a base de derramar sangre, de sufrir una y otra vez en un campo de batalla.

Para finalizar la reunión, todos acordamos el lugar donde nos reuniríamos para partir y reunirnos con el resto del ejército, encabezando la marcha de los soldados que nos uniríamos desde Arstacia y, acto seguido, abandonamos el cuartel para aprovechar los últimos días de descanso que nos quedaban.

-Celadias, si no estás preparado para partir con nosotros eres libre de detractarte, no te juzgaremos ni tendrás ninguna represalia-dijo el capitán interceptándome en los pasillos del palacio.

-No, mi señor, iré a la guerra con el resto de mis compañeros-respondí decidido.

-Sabemos que esto está siendo demasiado repentino, que no has tenido tiempo para habituarte a la rutina de un soldado y ya estás metiéndote en guerras que ni siquiera tienen que ver contigo.

-Pero así es la vida de un soldado.

-¿Era esto lo que te esperabas?-preguntó, obteniendo una negativa por mi parte-. Pero, por desgracia, esto es lo que hay. Tómate estos días para reflexionar. No estás preparado aun para la guerra y podrías servir en otros asuntos al emperador mientras se libra esta campaña-me ofreció el capitán, volviendo a recibir una negativa mía.

-Fue aquí donde me asignaron y aquí serviré como se espera de mí, señor. Ahora tendré la oportunidad de mostrar mi valía y de descubrir qué soy capaz de hacer.

El capitán se quedó en silencio con una sonrisa de oreja a oreja orgulloso de lo que había dicho. Satisfecho por mis palabras y por haber podido tomar mi propia decisión, me dio una palmada en el hombro y siguió su camino pasando por mi lado.

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