Todavía
podíamos escuchar el canto de los grillos durante los últimos minutos de la
noche antes de que llegase el amanecer. Al otro lado de la muralla la absoluta
oscuridad se veía invadida por las llamas de nuestras antorchas conforme nos
aproximábamos a los establos. Sin ninguna vigilancia que nos lo impidiera,
ensillamos tres caballos, uno para cada uno, y los montamos con rapidez antes
de que alguien se alertara. Cualquiera pensará que estábamos robando aquellos
caballos. Pero nada más lejos de la realidad. Simplemente no teníamos tiempo
que perder, no podíamos entretenernos a esperar a que el mozo abriera los
establos y le pagásemos la renta por el viaje. Por ello, en el suelo, dejamos
un par de sacos pequeños con algunas monedas de oro como pago y una nota
disculpándonos por el susto que seguramente se llevaría.
El
veloz trote de los caballos levantaba el polvo bajo sus patas a su paso. El
viento, que apenas soplaba fuerte, golpeaba con violencia mi rostro a causa de
la velocidad, y me obligaba a entrecerrar los párpados para evitar que me
entrase polvo en los ojos. Cuando el sol se dejó ver más allá del horizonte,
nuestro cabalgar había puesto una distancia considerable entre nosotros tres y
la capital, haciendo que el palacio tras la ciudadela se viera minúsculo desde
nuestra posición. Mantuvimos aquel ritmo durante bastante tiempo, con un
silencio absoluto, sin ánimos de mentar nada acerca de ningún tema. Y no
tardamos mucho en vislumbrar nuestro destino. El camino que nos llevó dos días
y medio en recorrer la primera vez ahora se mostraba corto al haberlo recorrido
en apenas media mañana.
Cuando
el sol se encontraba en lo más alto del cielo pudimos ver que, a lo lejos, el
colorido prado verdoso se ennegrecía conforme las cenizas habían empezado a invadir
el paisaje arrastradas por el viento. De las pocas cabañas que habían
sobrevivido al fuego solo se había salvado una pequeña parte. Supuse que sería
gracias a que aquel viajero llegó a tiempo y pudo rescatar algunas cosas. Ese
pensamiento me daba fuerzas renovadas para creer que pudiera sobrevivir
alguien.
Cuando
los cascos de los caballos pisaron las primeras cenizas desmontamos y salí
corriendo hacia el centro del poblado. Podía ver cómo las cabañas que antes se
encontraban en la parte más adentrada habían sido reducidas por completo y que,
conforme el terreno se extendía hacia el exterior, los daños habían sido más
pequeños. El suelo estaba completamente ennegrecido hasta casi llegar al río y
los bordes del pueblo. Las pocas cabañas que aun conservaban una parte de su
integridad mostraban un aspecto desastroso. Sus techos habían caído por
completo y, en su interior, podíamos encontrar los cadáveres de sus antiguos
habitantes, quienes parecían haberse quedado atrapados y a quienes, pensé, que
aquel viajero trató de rescatar sin éxito alguno. Pero la calcinación los había
vuelto irreconocibles. Aquella imagen tan grotesca me perseguiría para siempre.
Ver cómo la piel de aquellas personas se había ennegrecido y se había llegado a
desprender de sus huesos, mostrando en muchos casos sus esqueletos, causó un
gran impacto en mí. Sus rostros, desfigurados, hacía que todos parecieran
iguales, y ni rastro de pelo quedaba en sus cabezas. Artrio intentó por todos
los medios evitar que viera aquella horrenda imagen, pero no podía apartar la
mirada. Tampoco podía rendirme ni resistir la tentación de buscar por toda la
aldea algún rastro de Dert y de Ris.
Rebusqué
en cada rincón intentando encontrar a alguien que pudiera parecerse a los dos
hermanos, pero todos los cuerpos me parecían exactamente iguales, no había
apenas ninguna diferencia entre un cadáver y otro. Lo único que los distinguían
era el tamaño de sus huesos y, en pocos casos, la cantidad de piel chamuscada
que los acompañaban, ya fuese manteniendo la integridad de sus cuerpos o
desprendida sobre el suelo a su lado. Ni siquiera sus vestimentas podían
servirme para reconocerlos, pues se hallaban todas calcinadas.
Cuando
me di por vencido y abandoné toda esperanza de encontrarlos, Trent me llamó
alarmado. Corrí esperanzado hasta llegar a su lado y solo le hizo falta
señalarme lo que había encontrado para darme cuenta de que todo estaba perdido.
-Esa
sandalia parece la que llevaba Ris-apuntó Artrio, agachándose para verla más de
cerca.
-Y
ese trozo de tela pertenece a su camisón-dije agachándome para coger un trozo
de tela chamuscado. Podía reconocerlo por el tacto, recordando la noche que
pasé junto a ella, durmiendo a su lado en el mismo lecho, abrazándola para
protegerla de aquella oscuridad que tanto temía.
-No
hay ningún cuerpo aquí cerca-dijo Trent, echando un vistazo amplio a su
alrededor-. Quizá haya conseguido escapar.
-Es
imposible-dije derrotado-. Seguramente haya intentado huir y acabase cayendo al
suelo junto a los demás en alguna parte del poblado.
-Tampoco
podemos reconocer ningún cuerpo para estar seguros de ello-comentó Trent,
intentando darme fuerzas. Pero de nada servía.
Me
levanté en silencio con los restos del camisón de Ris en mi mano y me alejé de
ellos, andando con lentitud hacia el río y sentándome sobre la roca junto a la
que Artrio y yo discutimos aquella noche acerca de las dudas que tenía de
aquellos hermanos, y donde, más tarde, Ris se sentaría para hablar conmigo.
Todavía no podía concebir la idea de que aquella inocente chica había muerto
quemada por soldados del imperio al que juré proteger poco después de haberle
prometido que volvería a visitarla y volveríamos a reencontrarnos algún día.
Había fallado a mi promesa, no había vuelto a visitarla nunca, jamás tuve la
oportunidad de hacerlo y, ahora, ella estaba muerta sin que yo hubiese estado
ahí para protegerla.
Cerré
el puño con fuerza, apretando dentro de mi mano el trozo de tela que había
cogido, sintiendo rabia e ira y tristeza y añoranza al mismo tiempo. Ya no
volvería a ver la inocente sonrisa de aquella joven en sus labios, ni la mirada
de sus ojos de distinto color. Sentía que, de repente, todo se derrumbaba
encima de mí, aplastándome. Las lágrimas no tardaron mucho en empezar a
asomarse, humedeciendo mis ojos y nublándome la mirada fija en el mismo río que
contemplamos Ris y yo la noche en la que de verdad empezamos a conocernos, el
mismo río que recorrimos al día siguiente mientras ella me contaba sus temores,
sus preocupaciones y sus secretos. El día en que desnudó su alma delante de mí
y pude entender el miedo que ella sentía. Y ahora, mientras contemplaba los
restos de un antiguo poblado, antaño respetado y ahora mancillado y reducido
por las llamas, entendía mejor que nunca aquel miedo.
Intentaba
descubrir con mis propias elucubraciones por qué un imperio tan poderoso había
decidido destruir, en su propio territorio, un lugar tan respetado donde sus
únicos habitantes eran, en su mayoría, personas ancianas que habían dedicado su
vida por completo al estudio de la alquimia y a la experimentación. Y, caí en
la cuenta de que a mí también me habían mandado a arrasar un lugar que,
aparentemente, tampoco suponía ningún peligro para el imperio. Y me vino a la
cabeza una pregunta. ¿Y si habían visto a Artrio en las proximidades? Al fin y
al cabo, todavía había quienes le relacionaban con los rebeldes.
En
el momento en el que me percaté de la posibilidad de que Artrio estuviera
involucrado en aquello, él se acercó a mí para decirme que debíamos marcharnos
de aquel poblado si queríamos llegar al anochecer a la ciudad. En cuanto posó
una mano sobre mi hombro para advertirme, me separé con violencia de él y me
puse en pie para dirigirme hacia los caballos.
-¿Qué
haces, Celadias?-preguntó alertado por mi reacción-. ¿Qué demonios te pasa?
-Déjame
en paz-le respondí con sequedad sin siquiera volver la vista hacia atrás-. Todo
esto ha sido por tu culpa, ¿lo sabías?-le acusé.
-¿A
qué te refieres?-preguntó incrédulo.
-No
hagas como que no sabes nada-respondí deteniéndome junto al corcel que había
cabalgado aquel día, mirándole con desprecio-. Por tu culpa han arrasado este
lugar y no queda nadie vivo en él.
-¿Ya
volvemos con las acusaciones de traición?-preguntó comenzando a mosquearse.
-Basta
de peleas-dijo Trent interponiéndose entre nosotros dos para evitar un
conflicto que se veía venir-. Aquí nadie tiene la culpa de nada,
Celadias-intentó hacerme entrar en razón.
-¡Si
no hubiese venido con nosotros no le habrían visto entrar en el poblado y no
hubiesen identificado esta posición como objetivo!-grité lleno de rabia.
-¡Quizá
pertenezca a la resistencia, pero en ningún momento he buscado que esto acabase
así!-exclamó alzando la voz y delatándose.
-Artrio,
desmiente eso que has dicho, por favor-le pidió Trent, incapaz de creer lo que
había escuchado.
-Soy
miembro de la resistencia por la liberación de Arstacia-explicó Artrio, algo
más calmado-. No pienso esconderme nunca más ni negar lo que soy. Yo al menos
no finjo ser alguien importante mientras conduzco a mercenarios hacia la
destrucción de aldeas solo porque me lo pide un emperador opresor, ladrón de
nuestras tierras.
-Entonces
tenían razón con que eras un traidor-comenté intentando controlar las ganas de
abalanzarme contra él y derribarle al suelo.
-Tengo
mis motivos para unirme a ellos. Quizá peleemos en bandos opuestos, pero quiero
confiar en que algún día sabrás hacer lo correcto y unirte a nuestra causa.
-¡Cállate!-grité,
cogiendo las riendas del corcel mientras montaba sobre él.
Conforme
me alejaba, sin mirar atrás, podía oír a Artrio gritar algo, pero no entendí lo
que dijo. Aunque supuse que estaría intentando convencerme que no volviera a
Arstacia con el imperio y que me uniera a su “causa”. Estaba más sumido en mis
pensamientos que pendiente de escuchar lo que decía de todas formas. Tenía
demasiadas cosas que asumir en ese momento: la muerte de los hermanos, el haber
sido una simple marioneta del imperio, que Artrio fuese un traidor rebelde…
Eran demasiadas cosas que habían sucedido en tan poco tiempo. Necesitaba afrontarlo
cuanto antes, y más ahora que me acababa de marcar un objetivo: encontrar la
verdad detrás de todos aquellos acontecimientos y descubrir qué era lo que se
ocultaba detrás de tantos secretos y misterios. Además, en mi interior sentía
una imperiosa necesidad de encontrar respuestas a todos los enigmas que
recorrían mi cabeza y vengar la muerte de Dert y Ris. Por ello, conforme
cabalgaba dirección a Arstacia, cogí el trozo de tela chamuscado que recogí del
suelo y me lo até al brazo, haciendo un lazo, para recordar la promesa que le
hice a Ris y para recordarme a mí mismo qué era lo que debía hacer a partir de
ese momento.
Tenía
claro que había acababa de terminar una etapa para mí, que aquello sería un
punto de inflexión que marcaría mi destino desde ese preciso instante, y que
nada volvería a ser jamás como había sido hasta entonces. Tenía miedo pero
estaba ansioso al mismo tiempo por conocer los designios de mi destino, por
saber qué era lo que me deparaba aquel camino que había elegido, por saber qué
habría más allá de mis nuevos sueños. Pues mis sueños de grandeza se disiparon
en un momento, ahora quería conseguir algo totalmente distinto: la verdad.