Reproductor

viernes, 2 de octubre de 2015

Capítulo 30: Promesas



Todavía podíamos escuchar el canto de los grillos durante los últimos minutos de la noche antes de que llegase el amanecer. Al otro lado de la muralla la absoluta oscuridad se veía invadida por las llamas de nuestras antorchas conforme nos aproximábamos a los establos. Sin ninguna vigilancia que nos lo impidiera, ensillamos tres caballos, uno para cada uno, y los montamos con rapidez antes de que alguien se alertara. Cualquiera pensará que estábamos robando aquellos caballos. Pero nada más lejos de la realidad. Simplemente no teníamos tiempo que perder, no podíamos entretenernos a esperar a que el mozo abriera los establos y le pagásemos la renta por el viaje. Por ello, en el suelo, dejamos un par de sacos pequeños con algunas monedas de oro como pago y una nota disculpándonos por el susto que seguramente se llevaría.

El veloz trote de los caballos levantaba el polvo bajo sus patas a su paso. El viento, que apenas soplaba fuerte, golpeaba con violencia mi rostro a causa de la velocidad, y me obligaba a entrecerrar los párpados para evitar que me entrase polvo en los ojos. Cuando el sol se dejó ver más allá del horizonte, nuestro cabalgar había puesto una distancia considerable entre nosotros tres y la capital, haciendo que el palacio tras la ciudadela se viera minúsculo desde nuestra posición. Mantuvimos aquel ritmo durante bastante tiempo, con un silencio absoluto, sin ánimos de mentar nada acerca de ningún tema. Y no tardamos mucho en vislumbrar nuestro destino. El camino que nos llevó dos días y medio en recorrer la primera vez ahora se mostraba corto al haberlo recorrido en apenas media mañana.

Cuando el sol se encontraba en lo más alto del cielo pudimos ver que, a lo lejos, el colorido prado verdoso se ennegrecía conforme las cenizas habían empezado a invadir el paisaje arrastradas por el viento. De las pocas cabañas que habían sobrevivido al fuego solo se había salvado una pequeña parte. Supuse que sería gracias a que aquel viajero llegó a tiempo y pudo rescatar algunas cosas. Ese pensamiento me daba fuerzas renovadas para creer que pudiera sobrevivir alguien.

Cuando los cascos de los caballos pisaron las primeras cenizas desmontamos y salí corriendo hacia el centro del poblado. Podía ver cómo las cabañas que antes se encontraban en la parte más adentrada habían sido reducidas por completo y que, conforme el terreno se extendía hacia el exterior, los daños habían sido más pequeños. El suelo estaba completamente ennegrecido hasta casi llegar al río y los bordes del pueblo. Las pocas cabañas que aun conservaban una parte de su integridad mostraban un aspecto desastroso. Sus techos habían caído por completo y, en su interior, podíamos encontrar los cadáveres de sus antiguos habitantes, quienes parecían haberse quedado atrapados y a quienes, pensé, que aquel viajero trató de rescatar sin éxito alguno. Pero la calcinación los había vuelto irreconocibles. Aquella imagen tan grotesca me perseguiría para siempre. Ver cómo la piel de aquellas personas se había ennegrecido y se había llegado a desprender de sus huesos, mostrando en muchos casos sus esqueletos, causó un gran impacto en mí. Sus rostros, desfigurados, hacía que todos parecieran iguales, y ni rastro de pelo quedaba en sus cabezas. Artrio intentó por todos los medios evitar que viera aquella horrenda imagen, pero no podía apartar la mirada. Tampoco podía rendirme ni resistir la tentación de buscar por toda la aldea algún rastro de Dert y de Ris.

Rebusqué en cada rincón intentando encontrar a alguien que pudiera parecerse a los dos hermanos, pero todos los cuerpos me parecían exactamente iguales, no había apenas ninguna diferencia entre un cadáver y otro. Lo único que los distinguían era el tamaño de sus huesos y, en pocos casos, la cantidad de piel chamuscada que los acompañaban, ya fuese manteniendo la integridad de sus cuerpos o desprendida sobre el suelo a su lado. Ni siquiera sus vestimentas podían servirme para reconocerlos, pues se hallaban todas calcinadas.

Cuando me di por vencido y abandoné toda esperanza de encontrarlos, Trent me llamó alarmado. Corrí esperanzado hasta llegar a su lado y solo le hizo falta señalarme lo que había encontrado para darme cuenta de que todo estaba perdido.

-Esa sandalia parece la que llevaba Ris-apuntó Artrio, agachándose para verla más de cerca.

-Y ese trozo de tela pertenece a su camisón-dije agachándome para coger un trozo de tela chamuscado. Podía reconocerlo por el tacto, recordando la noche que pasé junto a ella, durmiendo a su lado en el mismo lecho, abrazándola para protegerla de aquella oscuridad que tanto temía.

-No hay ningún cuerpo aquí cerca-dijo Trent, echando un vistazo amplio a su alrededor-. Quizá haya conseguido escapar.

-Es imposible-dije derrotado-. Seguramente haya intentado huir y acabase cayendo al suelo junto a los demás en alguna parte del poblado.

-Tampoco podemos reconocer ningún cuerpo para estar seguros de ello-comentó Trent, intentando darme fuerzas. Pero de nada servía.

Me levanté en silencio con los restos del camisón de Ris en mi mano y me alejé de ellos, andando con lentitud hacia el río y sentándome sobre la roca junto a la que Artrio y yo discutimos aquella noche acerca de las dudas que tenía de aquellos hermanos, y donde, más tarde, Ris se sentaría para hablar conmigo. Todavía no podía concebir la idea de que aquella inocente chica había muerto quemada por soldados del imperio al que juré proteger poco después de haberle prometido que volvería a visitarla y volveríamos a reencontrarnos algún día. Había fallado a mi promesa, no había vuelto a visitarla nunca, jamás tuve la oportunidad de hacerlo y, ahora, ella estaba muerta sin que yo hubiese estado ahí para protegerla.

Cerré el puño con fuerza, apretando dentro de mi mano el trozo de tela que había cogido, sintiendo rabia e ira y tristeza y añoranza al mismo tiempo. Ya no volvería a ver la inocente sonrisa de aquella joven en sus labios, ni la mirada de sus ojos de distinto color. Sentía que, de repente, todo se derrumbaba encima de mí, aplastándome. Las lágrimas no tardaron mucho en empezar a asomarse, humedeciendo mis ojos y nublándome la mirada fija en el mismo río que contemplamos Ris y yo la noche en la que de verdad empezamos a conocernos, el mismo río que recorrimos al día siguiente mientras ella me contaba sus temores, sus preocupaciones y sus secretos. El día en que desnudó su alma delante de mí y pude entender el miedo que ella sentía. Y ahora, mientras contemplaba los restos de un antiguo poblado, antaño respetado y ahora mancillado y reducido por las llamas, entendía mejor que nunca aquel miedo.

Intentaba descubrir con mis propias elucubraciones por qué un imperio tan poderoso había decidido destruir, en su propio territorio, un lugar tan respetado donde sus únicos habitantes eran, en su mayoría, personas ancianas que habían dedicado su vida por completo al estudio de la alquimia y a la experimentación. Y, caí en la cuenta de que a mí también me habían mandado a arrasar un lugar que, aparentemente, tampoco suponía ningún peligro para el imperio. Y me vino a la cabeza una pregunta. ¿Y si habían visto a Artrio en las proximidades? Al fin y al cabo, todavía había quienes le relacionaban con los rebeldes.

En el momento en el que me percaté de la posibilidad de que Artrio estuviera involucrado en aquello, él se acercó a mí para decirme que debíamos marcharnos de aquel poblado si queríamos llegar al anochecer a la ciudad. En cuanto posó una mano sobre mi hombro para advertirme, me separé con violencia de él y me puse en pie para dirigirme hacia los caballos.

-¿Qué haces, Celadias?-preguntó alertado por mi reacción-. ¿Qué demonios te pasa?

-Déjame en paz-le respondí con sequedad sin siquiera volver la vista hacia atrás-. Todo esto ha sido por tu culpa, ¿lo sabías?-le acusé.

-¿A qué te refieres?-preguntó incrédulo.

-No hagas como que no sabes nada-respondí deteniéndome junto al corcel que había cabalgado aquel día, mirándole con desprecio-. Por tu culpa han arrasado este lugar y no queda nadie vivo en él.

-¿Ya volvemos con las acusaciones de traición?-preguntó comenzando a mosquearse.

-Basta de peleas-dijo Trent interponiéndose entre nosotros dos para evitar un conflicto que se veía venir-. Aquí nadie tiene la culpa de nada, Celadias-intentó hacerme entrar en razón.

-¡Si no hubiese venido con nosotros no le habrían visto entrar en el poblado y no hubiesen identificado esta posición como objetivo!-grité lleno de rabia.

-¡Quizá pertenezca a la resistencia, pero en ningún momento he buscado que esto acabase así!-exclamó alzando la voz y delatándose.

-Artrio, desmiente eso que has dicho, por favor-le pidió Trent, incapaz de creer lo que había escuchado.

-Soy miembro de la resistencia por la liberación de Arstacia-explicó Artrio, algo más calmado-. No pienso esconderme nunca más ni negar lo que soy. Yo al menos no finjo ser alguien importante mientras conduzco a mercenarios hacia la destrucción de aldeas solo porque me lo pide un emperador opresor, ladrón de nuestras tierras.

-Entonces tenían razón con que eras un traidor-comenté intentando controlar las ganas de abalanzarme contra él y derribarle al suelo.

-Tengo mis motivos para unirme a ellos. Quizá peleemos en bandos opuestos, pero quiero confiar en que algún día sabrás hacer lo correcto y unirte a nuestra causa.

-¡Cállate!-grité, cogiendo las riendas del corcel mientras montaba sobre él.

Conforme me alejaba, sin mirar atrás, podía oír a Artrio gritar algo, pero no entendí lo que dijo. Aunque supuse que estaría intentando convencerme que no volviera a Arstacia con el imperio y que me uniera a su “causa”. Estaba más sumido en mis pensamientos que pendiente de escuchar lo que decía de todas formas. Tenía demasiadas cosas que asumir en ese momento: la muerte de los hermanos, el haber sido una simple marioneta del imperio, que Artrio fuese un traidor rebelde… Eran demasiadas cosas que habían sucedido en tan poco tiempo. Necesitaba afrontarlo cuanto antes, y más ahora que me acababa de marcar un objetivo: encontrar la verdad detrás de todos aquellos acontecimientos y descubrir qué era lo que se ocultaba detrás de tantos secretos y misterios. Además, en mi interior sentía una imperiosa necesidad de encontrar respuestas a todos los enigmas que recorrían mi cabeza y vengar la muerte de Dert y Ris. Por ello, conforme cabalgaba dirección a Arstacia, cogí el trozo de tela chamuscado que recogí del suelo y me lo até al brazo, haciendo un lazo, para recordar la promesa que le hice a Ris y para recordarme a mí mismo qué era lo que debía hacer a partir de ese momento.

Tenía claro que había acababa de terminar una etapa para mí, que aquello sería un punto de inflexión que marcaría mi destino desde ese preciso instante, y que nada volvería a ser jamás como había sido hasta entonces. Tenía miedo pero estaba ansioso al mismo tiempo por conocer los designios de mi destino, por saber qué era lo que me deparaba aquel camino que había elegido, por saber qué habría más allá de mis nuevos sueños. Pues mis sueños de grandeza se disiparon en un momento, ahora quería conseguir algo totalmente distinto: la verdad.