Tras
la batalla, todos los soldados buscaron por todas partes algún rastro de la
hija de Joklar, pero no encontraron nada de ella ni de sus sirvientes. Todos
suponíamos a dónde se había dirigido y sería demasiado arriesgado seguir el
rastro para dar con ella. Hatik dio la orden de que volviéramos todos a casa,
diciendo que habíamos cumplido con éxito nuestra misión y que encontrar a
aquella chica no era nada importante y entrar en territorio torvalino con un
ejército podría ser considerado como una declaración de guerra. La mejor opción
era ignorarla y regresar a Arstacia. Al fin y al cabo, solo se trataba de una
chiquilla que no podría causar problemas al imperio. O eso pensábamos todos.
El
ejército se separó y cada división volvió a su lugar de origen. Nosotros, en
Arstacia, nos encontramos con un recibimiento cálido por parte de los
ciudadanos, quienes formaron en multitud un pasillo que llevaba desde la
entrada hasta la plaza, donde se encontraba para recibirnos el emperador en
persona junto a su familia. Habían construido un palenque de gran altura para
que todos pudieran ver al emperador y a su familia, en especial a su hijo
mayor, el príncipe y heredero al trono.
A
pesar del escenario montado, los protagonistas aquel día éramos los soldados
que volvimos con vida a la ciudad, y las miradas de todos estaban puestas en
nosotros. El clamor del pueblo y sus aplausos conforme pasábamos en mitad del
pasillo que habían conformado al amontonarse a ambos lados de la calle era una
sensación reconfortante. Jamás pensé que sería tan placentero regresar de una
batalla y encontrarse con el amor de la gente a la que defendiste. Uno se
sentía importante al encontrarse ahí.
Al
llegar a la plaza formamos varias filas frente al palenque del emperador y nos
dispusimos a escuchar su discurso:
-Vosotros,
soldados del gran imperio antrano, sois la gloria de la ciudad. Habéis servido
con honor y luchado con valentía en esta cruenta batalla contra un aliado de
los rebeldes. Los rebeldes están consolidando sus fuerzas y ganando aliados
cada vez más poderosos, pero vosotros habéis conseguido hacer que sus fuerzas
mermen. Confío en que algún día, todos vosotros haréis que caigan.
Toda
la ciudad de Arstacia rugió al escuchar sus palabras. Muchos gritaron “muerte a
los traidores” o “a la hoguera con ellos”. Todos mostraban su odio hacia los
rebeldes y sus ganas de acabar con cada uno de ellos para devolver la paz al
imperio.
-Algunos
de vosotros acabáis de convertiros en soldados-prosiguió el emperador-, y
vuestro valor es innegable. Os agradezco, en nombre del pueblo de Arstacia y
del imperio de Antran, que luchéis a nuestro lado. El ejército es nuestra
espada y nuestro escudo para proteger nuestro honor y nuestras vidas, y es un
orgullo y un verdadero honor teneros a vosotros para reforzarlos.
Los
clamores esta vez se dirigieron hacia el emperador, engrandeciéndole con
alabanzas varias. Los gritos y los aplausos se hicieron cada vez más fuertes, y
a ellos se unieron los golpes metálicos de las espadas de los soldados contra
sus escudos. El ruido era ensordecedor, incluso llegaba a resultar algo
molesto. Era tanto el jaleo que se estaba montando con el discurso del
emperador que nadie pudo escuchar el silbido de una flecha que pasó por encima
de nosotros.
Desde
la cercanía del tejado de una de las casa que rodeaban la plaza, una figura
ataviada con ropajes negros, a quien no se le podía ver el rostro debido a la
capucha y al pañuelo que se lo tapaba, disparó una flecha que impactó
directamente contra el hijo mayor del emperador, clavándose en su pecho. El
príncipe se desplomó en el suelo al acto, cayendo fulminado por el disparo. En
ese momento se hizo el silencio durante unos segundos. Algunas personas
gritaron de pánico, otras se echaron a llorar, los más precavidos echaron a correr
para buscar refugio en sus hogares y unos pocos curiosos buscaron con la mirada
al autor de aquel asesinato.
Los
guardias y los soldados nos pusimos al unísono en guardia, buscando la
proveniencia de la flecha. Fue un guardia quien nos señaló al culpable al alzar
la voz. Ya había muerto, alguien le había degollado con un cuchillo pero no
había ningún arma cerca ni nadie parecía haberse manchado con la sangre. La
guardia imperial se abrió paso entre los curiosos para examinar el cuerpo.
Estaba claro que era el culpable pues aun tenía el arco con el que disparó la
flecha en su mano, pero el misterio de quién lo había matado seguía aun en el
aire.
Al
final se llevaron el cadáver del asesino hasta el palacio, jamás supe para qué,
y el gentío empezó a dispersarse cuchicheando entre ellos y murmurando acerca
de lo acontecido. En lo que quedó de día no pude ver a Karter ni a Trent.
Karter
había recibido la orden de patrullar la ciudad con el resto de guardias en
busca del hombre que mató al arquero. Se especulaba que el asesinato del
príncipe había sido planeado y orquestado por el asesino del arquero, quien
solo era un simple peón a quien matar para que sirviera como señuelo y que el
que lo organizó todo pudiera escapar de ahí. Se rumoreaba que el asesino aun
seguía en la ciudad, pero no había ni rastro de él a pesar de que una parte del
ejército estaba cubriendo la seguridad de las calles en colaboración con los
guardias.
Trent,
por su parte, tuvo el privilegio de acompañar a la familia del emperador, al emperador
y a varios sabios al palacio, donde la guardia imperial les protegería durante
el resto del día. Todo esto lo supe al día siguiente cuando me lo contaron en
la taberna donde nos reunimos para beber y hablar un rato.
Un
par de días más tarde, Barferin vino a buscarme a mi casa para acompañarme
hasta los cuarteles en el palacio. Parecía ser que el capitán nos había
convocado a todos los soldados y el único que faltaba por avisar era yo. Al
enseñar los brazaletes de la cuarta división no tuvimos ningún problema al
entrar en el palacio. Dentro del cuartel ya estaban todos los soldados
esperando, sentados en una mesa rectangular bastante alargada en la cual
presidía la reunión el capitán, ubicado en un extremo de la mesa. Al otro
extremo se sentó Barferin como su mano derecha.
-Todos
sabréis de los chicos de la élite, los caballeros que conforman el escuadrón de
la guardia personal del emperador, ¿cierto?-comenzó a hablar el capitán después
de que Barferin y yo nos sentáramos-. Tras el atentado contra el príncipe han
estado trabajando duramente para encontrar a su asesino. Está claro que la mano
ejecutora fue el arquero que encontramos, pero alguien lo mató y no fuimos
nosotros-dijo refiriéndose a los soldados antranos-. Por ello creemos que quien
lo ha orquestado ha sido una persona diferente queriendo mandar un mensaje y
deshaciéndose de su peón.
-¿Qué
se sabe del arquero?-preguntó Garlet.
-Era
alguien de las tierras del norte, un mercenario-comenzó a explicar Barferin
para ahorrarle el trabajo al capitán-. No parece tener ningún parentesco en
Torval, pero está claro que han sido los torvalinos quienes han estado detrás
de esto.
-¿Por
qué estáis tan seguros?-pregunté confuso.
-Porque
en el extremo opuesto a la punta de la flecha había un lazo negro. A lo largo
de la historia, todas las declaraciones de guerra torvalinas se han realizado
con sangre. Su marca siempre ha sido, además de derramar sangre importante, un
lazo negro junto al arma homicida-nos explicó Barferin.
-En
este caso, la flecha que lanzaron-concluyó el capitán-. Por eso os hemos
reunido hoy aquí, muchachos. Queremos que estéis preparados para partir dentro
de tres días. Despedíos de vuestros familiares y vuestros seres queridos y
aseguraos de disfrutar estos días como nunca, porque es posible que no volvamos
más.
-¿A
dónde vamos, señor?-preguntó el hombre que salió en mi defensa el día que
conocí al resto de los soldados.
-A
recorrer Torval hasta llegar a su capital-respondió Barferin.
-¡Es
una locura!-se quejó Horval, un hombre de pelo largo negro y barba desaliñada,
al cual le faltaba un ojo, o eso supuse por el parche de cuero que le tapaba
casi medio rostro.
-No
podemos esperar a que su ejército llegue hasta nuestras puertas, así que Hatik
ha vuelto a reunir un ejército y quiere que nosotros encabecemos la
marcha-volvió a responder Barferin.
Todos
los soldados empezaron a murmurar entre ellos y alzando la voz para dar su
opinión al mismo tiempo, causando un enorme jaleo dentro de la estancia. Todos
salvo yo, que aun no había cogido suficiente confianza para hablar en público.
La discusión siguió avivándose durante un buen rato hasta que el capitán los
hizo silenciar golpeando con fuerza sobre la mesa.
-Sé
que acabamos de volver de atacar, pero también sabíamos cuando nos unimos al
ejército que nuestra vida se resumiría en luchar y seguir luchando. Y si son
órdenes del comandante, tenemos que aceptarlas.
-Espero
que esta vez el ejército sea más numeroso-dijo Sig con su descaro
característico.
-Creo
que somos casi el doble de soldados que la última vez para poder cubrir las
bajas que hayan-respondió Barferin.
-Pocos
somos para lo que tendremos que hacer-replicó Garlet.
-Hemos
hecho locuras mayores, y muchos de nosotros lo sabemos de primera mano-dijo el
capitán con un tono más amigable y cercano-. Venga, que por algo somos la
envidia del resto de divisiones. Vayamos a la guerra, cumplamos con nuestro
trabajo y matemos a un puñado de torvalinos. Que se enteren que declararnos la
guerra es la peor decisión que han tomado en sus vidas.
Su
pequeño discurso hizo que los ánimos de los soldados se levantaran y todos
gritaron dispuestos a luchar, dando su aprobación a aquella guerra. Para mí
todo estaba pasando demasiado rápido. Siendo aun un simple recluta fui llamado
por el emperador y por su caballero de confianza para encomendarme un trabajo.
Sí, fue algo sencillo a pesar de lo que se trataba, he de reconocerlo, pero, al
fin y al cabo, fui llamado por el mismo emperador en persona. Poco después, sin
apenas entrenamiento ni preparación, me asignaron a la cuarta división antrana,
la mejor división de infantería del imperio. Y, por si no fuera bastante, al
día siguiente me mandaron a un asedio para que, días después, empezara una
guerra en la que tendría que intervenir. Sí, era todo demasiado rápido, y no
sabía cómo lo iba a llegar a soportar, pero pensé que así sería verdaderamente
la vida de un soldado, que no todo era la gloria y las comodidades que se veían
desde fuera, que todos los lujos que les rodeaban y toda la gloria que recibían
la obtenían a base de derramar sangre, de sufrir una y otra vez en un campo de
batalla.
Para
finalizar la reunión, todos acordamos el lugar donde nos reuniríamos para
partir y reunirnos con el resto del ejército, encabezando la marcha de los
soldados que nos uniríamos desde Arstacia y, acto seguido, abandonamos el
cuartel para aprovechar los últimos días de descanso que nos quedaban.
-Celadias,
si no estás preparado para partir con nosotros eres libre de detractarte, no te
juzgaremos ni tendrás ninguna represalia-dijo el capitán interceptándome en los
pasillos del palacio.
-No,
mi señor, iré a la guerra con el resto de mis compañeros-respondí decidido.
-Sabemos
que esto está siendo demasiado repentino, que no has tenido tiempo para
habituarte a la rutina de un soldado y ya estás metiéndote en guerras que ni
siquiera tienen que ver contigo.
-Pero
así es la vida de un soldado.
-¿Era
esto lo que te esperabas?-preguntó, obteniendo una negativa por mi parte-.
Pero, por desgracia, esto es lo que hay. Tómate estos días para reflexionar. No
estás preparado aun para la guerra y podrías servir en otros asuntos al
emperador mientras se libra esta campaña-me ofreció el capitán, volviendo a
recibir una negativa mía.
-Fue
aquí donde me asignaron y aquí serviré como se espera de mí, señor. Ahora
tendré la oportunidad de mostrar mi valía y de descubrir qué soy capaz de
hacer.
El
capitán se quedó en silencio con una sonrisa de oreja a oreja orgulloso de lo
que había dicho. Satisfecho por mis palabras y por haber podido tomar mi propia
decisión, me dio una palmada en el hombro y siguió su camino pasando por mi
lado.