Hace
trece años ya de la guerra. La vida ha cambiado muchísimo desde que nuestra
ciudad pasó a formar parte del territorio antrano. Yo solamente tenía tres años
por aquel entonces, así que no recuerdo mucho. Los primeros años fueron
bastante conflictivos con aquellos pequeños grupos de resistencia pululando por
las calles y causando los mayores destrozos que podían, pero los soldados
imperiales consiguieron hacerles frente y, tras muchos esfuerzos, expulsaron a
los radicales de la ciudad. Incluso, a día de hoy, a veces siguen habiendo
algunas revueltas, pero ya no son tantas como al principio, ni mucho menos tan
grandes. Toda la tranquilidad comenzó con las grandes promesas del cónsul que
había mandado el emperador, promesas de una vida más sencilla a cambio de
servir lealmente al imperio de Antran.
Algunas
personas se vieron satisfechas con sus promesas y comenzaron a tranquilizarse,
aceptando a los imperiales, aunque a regañadientes. Otras, en cambio, seguían
con sus ideales de libertad. Hasta que, hace diez años, el emperador decidió
tomar cartas en el asunto y presentarse él mismo a nuestra ciudad, Arstacia. Al
principio causó un gran revuelo, era algo que nadie se habría imaginado que
ocurriría. Él siempre se mantenía tras la seguridad que le otorgaban los
grandes muros de su palacio en la capital. Pronto supimos por qué.
El
emperador pagó una importante suma de dinero a todo aquel que colaborase con la
construcción de su nuevo palacio; tenía la intención de convertir Arstacia en
la nueva capital antrana. La conmoción por recibir tal honor hizo que todo
aquel que estuviera capacitado a realizar tal labor física aceptase de buen
grado la generosidad de aquel anciano y venerado hombre. Desde entonces, la
ciudad ha sido mucho más tranquila. Respecto a mí, poco puedo decir. Aun era
muy joven cuando pasó todo eso, solo tenía seis años.
No
sé mucho sobre mis padres, solo que fueron personas humildes que murieron antes
de la invasión. La única familia que conozco es a una mujer de gran corazón que
hizo la labor de madre desde que tengo uso de razón y a quien, pese a no ser mi
madre biológica, siempre he llamado madre. También a un jovenzuelo de pelo
negro como el carbón y de ojos marrones, aunque a veces se veían pequeños
tintes verdes, dos años más joven que yo, que siempre me seguía a todas partes.
Era el hijo de esta señora, por lo que siempre le consideré mi hermano. Su
padre murió poco antes de que mi hermanastro naciera, víctima de una
enfermedad. Siempre he vivido solo con esa señora y ese chiquillo, a quienes,
de ahora en adelante, mencionaré como mi madre y como mi hermano, Kestix.
Desde
pequeños, Kestix y yo siempre hemos pasado los días correteando y viendo
prosperar Arstacia en su incansable reconstrucción y en su incesante
remodelación hasta convertirse en lo que es hoy día. Como críos, siempre nos
fascinábamos viendo a los soldados imperiales con sus relucientes armaduras y
sus impresionantes armas. Fue por ello por lo que al principio soñaba con ser
un soldado. Terminé de convencerme a raíz de mis amigos: Artrio, Karter y
Trent.
Artrio era un chico de mi edad, casi de la misma estatura
que yo, de cabellos castaños hasta la altura del hombro, ojos marrones, muy
comunes pero especiales de alguna forma, y bastante callado, todo sea dicho;
difícilmente nos contaba en qué estaba pensando. Este hecho cambió cuando
cumplió los quince años, que nos comenzó a contar que quería vivir aventuras,
viajar y conocer el mundo. Meses más tarde pareció haber cumplido su sueño.
Constantemente se ausentaba de la ciudad y podía tirarse meses sin aparecer por
ahí. A él solo le quedaba su padre, un soldado al que obligaron a retirarse por
haber servido al antiguo régimen. Le pagaron el dinero suficiente para vivir
tranquilamente en la ciudad a cambio de no volver a empuñar un arma, y,
teniendo en cuenta los lujos con los que le habían sobornado, no era de
extrañar que aceptase de buen grado lo que dijeron que se trataba de “la
generosidad del emperador para con un gran soldado, aunque antaño fuesen
enemigos”. Obviamente, él seguía conservando su antigua espada, recuerdo de sus
gloriosos años y de todas aquellas victorias que había conseguido gracias a
ella.
Karter era un par de años mayor que yo. A diferencia de
Artrio, él odiaba dejarse el pelo largo. También soñaba con convertirse en
soldado, y fue quien me acabó convenciendo de alistarme con él. “Juntos
podremos trabajar mejor y será más divertido”, repetía hasta la saciedad. A
veces pienso que accedí solo para que se callara. Solía hablarnos
constantemente de los enormes beneficios que tenía ser soldado. Era bastante
corpulento, y poseía una fuerza envidiable. Pero poco podía hacer cuando un
intelecto superior, cosa que no era difícil de tener, se enzarzaba en un
combate uno contra uno frente a él. Eso sí, pobre de la persona que recibiera
uno de sus puñetazos. Creo que yo recibí uno una vez. Y sí, solo digo que lo
creo porque lo último que recuerdo fue ver su puño dirigirse hacia mi rostro y
despertarme minutos más tarde, que a mí no me parecieron más que unos pocos segundos,
rodeado de gente preocupándose por mí. A un lado, se encontraba él pidiéndome
perdón.
En cuanto a Trent, siempre fue muy estudioso. Le fascinaba
la historia y se podía pasar horas y horas metido en la biblioteca, leyendo
enormes manuscritos que a muchos les acabaría sirviendo de somnífero, pero que
a él le entretenían inexplicablemente. Pese a ser el más joven, era el más
inteligente de los cinco, si contamos a Kestix, que quien, como dije, no paraba
de seguirme a todas partes. Recuerdo que era cinco meses más joven que mi
hermano. También solía hacer rabiar a Karter, cosa que nos parecía bastante
cómico a todos aunque él llegara a enfadarse sin remedio en la mayoría de las
ocasiones.
Los años fueron pasando hasta que Karter y yo decidimos
pasar juntos las pruebas de selección de los reclutas para entrar al ejército
en cuanto yo cumpliera los dieciséis años y entrara en la edad de alistamiento,
aprovechando que se realizarían apenas unos días después de mi cumpleaños. Nos
preparamos concienzudamente durante meses, sabiendo lo estrictas que eran,
pero, al menos, nos lo pasábamos bien. Nos divertíamos, entrenando,
golpeándonos con espadas de madera hasta llegar al punto de acabar magullados o
exhaustos e incapaces de mantenernos en pie. Y, a veces, acabábamos fardando de
todo lo que conseguiríamos una vez fuésemos soldados. De hecho, ninguno de los
dos quería conformarse con ser un simple soldado, ambos queríamos ser los
mejores. Por aquel entonces no tenía claro qué era lo que me iba a deparar el
futuro, si llegaríamos a ser soldados, si seríamos capaces de superar las duras
pruebas que nos deparaban. Ni siquiera sabíamos si podríamos ser capaces de
aguantar la vida de soldado que nos esperaría después de entrar al ejército.
Pero yo sí tenía algo claro, y era que mi historia no había hecho más que
comenzar.
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