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jueves, 11 de junio de 2015

Capítulo 1: Arstacia



Hace trece años ya de la guerra. La vida ha cambiado muchísimo desde que nuestra ciudad pasó a formar parte del territorio antrano. Yo solamente tenía tres años por aquel entonces, así que no recuerdo mucho. Los primeros años fueron bastante conflictivos con aquellos pequeños grupos de resistencia pululando por las calles y causando los mayores destrozos que podían, pero los soldados imperiales consiguieron hacerles frente y, tras muchos esfuerzos, expulsaron a los radicales de la ciudad. Incluso, a día de hoy, a veces siguen habiendo algunas revueltas, pero ya no son tantas como al principio, ni mucho menos tan grandes. Toda la tranquilidad comenzó con las grandes promesas del cónsul que había mandado el emperador, promesas de una vida más sencilla a cambio de servir lealmente al imperio de Antran.

Algunas personas se vieron satisfechas con sus promesas y comenzaron a tranquilizarse, aceptando a los imperiales, aunque a regañadientes. Otras, en cambio, seguían con sus ideales de libertad. Hasta que, hace diez años, el emperador decidió tomar cartas en el asunto y presentarse él mismo a nuestra ciudad, Arstacia. Al principio causó un gran revuelo, era algo que nadie se habría imaginado que ocurriría. Él siempre se mantenía tras la seguridad que le otorgaban los grandes muros de su palacio en la capital. Pronto supimos por qué.

El emperador pagó una importante suma de dinero a todo aquel que colaborase con la construcción de su nuevo palacio; tenía la intención de convertir Arstacia en la nueva capital antrana. La conmoción por recibir tal honor hizo que todo aquel que estuviera capacitado a realizar tal labor física aceptase de buen grado la generosidad de aquel anciano y venerado hombre. Desde entonces, la ciudad ha sido mucho más tranquila. Respecto a mí, poco puedo decir. Aun era muy joven cuando pasó todo eso, solo tenía seis años.

No sé mucho sobre mis padres, solo que fueron personas humildes que murieron antes de la invasión. La única familia que conozco es a una mujer de gran corazón que hizo la labor de madre desde que tengo uso de razón y a quien, pese a no ser mi madre biológica, siempre he llamado madre. También a un jovenzuelo de pelo negro como el carbón y de ojos marrones, aunque a veces se veían pequeños tintes verdes, dos años más joven que yo, que siempre me seguía a todas partes. Era el hijo de esta señora, por lo que siempre le consideré mi hermano. Su padre murió poco antes de que mi hermanastro naciera, víctima de una enfermedad. Siempre he vivido solo con esa señora y ese chiquillo, a quienes, de ahora en adelante, mencionaré como mi madre y como mi hermano, Kestix.

Desde pequeños, Kestix y yo siempre hemos pasado los días correteando y viendo prosperar Arstacia en su incansable reconstrucción y en su incesante remodelación hasta convertirse en lo que es hoy día. Como críos, siempre nos fascinábamos viendo a los soldados imperiales con sus relucientes armaduras y sus impresionantes armas. Fue por ello por lo que al principio soñaba con ser un soldado. Terminé de convencerme a raíz de mis amigos: Artrio, Karter y Trent.

Artrio era un chico de mi edad, casi de la misma estatura que yo, de cabellos castaños hasta la altura del hombro, ojos marrones, muy comunes pero especiales de alguna forma, y bastante callado, todo sea dicho; difícilmente nos contaba en qué estaba pensando. Este hecho cambió cuando cumplió los quince años, que nos comenzó a contar que quería vivir aventuras, viajar y conocer el mundo. Meses más tarde pareció haber cumplido su sueño. Constantemente se ausentaba de la ciudad y podía tirarse meses sin aparecer por ahí. A él solo le quedaba su padre, un soldado al que obligaron a retirarse por haber servido al antiguo régimen. Le pagaron el dinero suficiente para vivir tranquilamente en la ciudad a cambio de no volver a empuñar un arma, y, teniendo en cuenta los lujos con los que le habían sobornado, no era de extrañar que aceptase de buen grado lo que dijeron que se trataba de “la generosidad del emperador para con un gran soldado, aunque antaño fuesen enemigos”. Obviamente, él seguía conservando su antigua espada, recuerdo de sus gloriosos años y de todas aquellas victorias que había conseguido gracias a ella.

Karter era un par de años mayor que yo. A diferencia de Artrio, él odiaba dejarse el pelo largo. También soñaba con convertirse en soldado, y fue quien me acabó convenciendo de alistarme con él. “Juntos podremos trabajar mejor y será más divertido”, repetía hasta la saciedad. A veces pienso que accedí solo para que se callara. Solía hablarnos constantemente de los enormes beneficios que tenía ser soldado. Era bastante corpulento, y poseía una fuerza envidiable. Pero poco podía hacer cuando un intelecto superior, cosa que no era difícil de tener, se enzarzaba en un combate uno contra uno frente a él. Eso sí, pobre de la persona que recibiera uno de sus puñetazos. Creo que yo recibí uno una vez. Y sí, solo digo que lo creo porque lo último que recuerdo fue ver su puño dirigirse hacia mi rostro y despertarme minutos más tarde, que a mí no me parecieron más que unos pocos segundos, rodeado de gente preocupándose por mí. A un lado, se encontraba él pidiéndome perdón.

En cuanto a Trent, siempre fue muy estudioso. Le fascinaba la historia y se podía pasar horas y horas metido en la biblioteca, leyendo enormes manuscritos que a muchos les acabaría sirviendo de somnífero, pero que a él le entretenían inexplicablemente. Pese a ser el más joven, era el más inteligente de los cinco, si contamos a Kestix, que quien, como dije, no paraba de seguirme a todas partes. Recuerdo que era cinco meses más joven que mi hermano. También solía hacer rabiar a Karter, cosa que nos parecía bastante cómico a todos aunque él llegara a enfadarse sin remedio en la mayoría de las ocasiones.  

Los años fueron pasando hasta que Karter y yo decidimos pasar juntos las pruebas de selección de los reclutas para entrar al ejército en cuanto yo cumpliera los dieciséis años y entrara en la edad de alistamiento, aprovechando que se realizarían apenas unos días después de mi cumpleaños. Nos preparamos concienzudamente durante meses, sabiendo lo estrictas que eran, pero, al menos, nos lo pasábamos bien. Nos divertíamos, entrenando, golpeándonos con espadas de madera hasta llegar al punto de acabar magullados o exhaustos e incapaces de mantenernos en pie. Y, a veces, acabábamos fardando de todo lo que conseguiríamos una vez fuésemos soldados. De hecho, ninguno de los dos quería conformarse con ser un simple soldado, ambos queríamos ser los mejores. Por aquel entonces no tenía claro qué era lo que me iba a deparar el futuro, si llegaríamos a ser soldados, si seríamos capaces de superar las duras pruebas que nos deparaban. Ni siquiera sabíamos si podríamos ser capaces de aguantar la vida de soldado que nos esperaría después de entrar al ejército. Pero yo sí tenía algo claro, y era que mi historia no había hecho más que comenzar.

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