Cuando
desperté, todo era confuso y doloroso para mí. No reconocía la estancia en la
que me encontraba, ni recordaba nada más allá de la batalla. Me había
despertado solo en una habitación extraña sobre una mesa de madera lo
suficientemente grande como para poder tumbarme sobre ella. Bordeando la
habitación, junto a las paredes, había varias estanterías con antiguos
manuscritos que no pude alcanzar a leer, y a mi lado había una mesita más
pequeña con una jarra de agua y un trozo de pan. No sabía cuánto tiempo llevaba
ahí, solo que mi estómago me gruñía pidiendo que lo llenara con lo que había, y
así lo hice en cuanto pude lograr incorporarme, sintiendo una fuerte punzada de
dolor en el pecho. Me di cuenta de que tenía el torso cubierto por una especie
de vendaje de tela.
Poco
más tarde entró un hombre bastante mayor, con el poco pelo que le quedaba en la
cabeza blanco como la nieve. Supuse en ese momento que se trataría del
curandero que había cuidado de mí en mi estado de inconsciencia. Lo primero que
hizo al entrar fue comprobar que había vaciado la bandeja, y parecía estar
bastante contento por aquello. Luego me quitó con cuidado el vendaje para
comprobar el estado de la herida, sin mediar palabra en ningún momento. Pude
ver que la herida había sido cosida para que se cerrase. Y puedo jurar que no
tenía un buen aspecto precisamente.
Aplicó
una especie de ungüento que pensé que habría preparado él y volvió a taparme la
herida con telas nuevas y limpias. Aquel silencio se me hacía bastante
insoportable, por lo que decidí romperlo preguntándole:
-¿Dónde
me encuentro?
-En
mis aposentos dentro del palacio-contestó sin mirarme hasta que terminó de
cubrir todo mi pecho. Luego alzó la vista hacia mí, y pudo ver mi notorio
desconcierto al recibir aquella información-. Habéis vuelto a Arstacia, joven
soldado. Y tenéis suerte de haber conseguido despertar.
-¿Qué
es lo que ha pasado?-pregunté aun más confuso.
-Lo
que queda de la cuarta división trajo vuestro cuerpo inconsciente hasta mis
aposentos para que pudiera curaros. Debo reconocer que para no contar con
ningún curandero en vuestras filas consiguieron deteneros la hemorragia
bastante bien, y sin necesidad de cauterizaros la herida.
-¿Qué
queréis decir con “lo que queda de la cuarta división”?
-No
os creo tan idiota como para no ver que en la guerra muere gente-dijo
alejándose de mí para sentarse en un sillón que había junto a la única ventana
de la estancia-. Yo no soy la persona que debe deciros lo que ha sucedido. Y
lamento no poder hacer más por vos, pero os agradecería que os fueseis de mis
aposentos lo antes posible. Barferin os está esperando en el cuartel.
¿Necesitáis ayuda para moveros?-preguntó mirándome atento.
Me
costó algo de trabajo poder ponerme en pie, e incluso aquel hombre pareció
estar a punto de levantarse para ayudarme, pero finalmente conseguí mi
propósito. A pesar del dolor, negué con la cabeza para responder a su pregunta,
y, tras despedirnos y agradecerle lo que había hecho por mí, abandoné sus
aposentos. Tras la puerta habían dos guardias custodiando la estancia que
rápidamente se apartaron a un lado para dejarme paso. Con una mano sobre el
dolorido pecho, puse rumbo hacia el cuartel, donde me estaba esperando
Barferin. Necesitaba ponerme al día con todo lo que había sucedido tras la batalla
y saber qué sería de mí desde ese momento en adelante.
El
interior del cuartel estaba completamente desértico. Normalmente había alguien
ahí, normalmente un guardia y un sirviente del palacio, para vigilar, pero
aquel día no había absolutamente nada. Y me extrañó bastante teniendo en cuenta
que el curandero me había dicho que Barferin estaba esperándome. Le busqué en
la sala de reuniones y en la sala de armas pero no había ni rastro. No
comprendí nada hasta que, justo cuando me dispuse a irme, apareció Sig.
-Vaya,
parece que al final sigues vivo, ¿eh?-su tono parecía bastante desanimado.
-¿Dónde
están los demás?-pregunté, y solo se limitó a mirar hacia otro lado-. Sig, no
estoy para aguantar tus juegos. Dime dónde están Barferin y el capitán.
-Barferin
volverá en un rato, ha ido a enviar un mensaje-hizo una pausa y suspiró antes
de continuar hablando-. Al capitán no esperes verlo por aquí.
Sus
palabras causaron un grave desconcierto en mí. Sin decir nada más, pasó por mi
lado para dirigirse a la sala de descanso y se encerró. No entendía qué me
quiso decir y estaba impaciente por que Barferin me explicara lo que había
ocurrido. Parecía que nadie quería hablar de lo que sucedió en el campo de
batalla, y que Sig dijera aquello me preocupaba, haciéndome temer lo peor. Y
mis sospechas se confirmaron al llegar, por fin, Barferin.
-Por
fin despiertas, Celadias. Nos has tenido a todos preocupados.
-¿Qué
es lo que ha ocurrido?-pregunté, quizá algo brusco, pero necesitaba saberlo ya.
-La
cuarta división ha estado a punto de extinguirse. De hecho, ya no nos
consideran un escuadrón en sí.
-¿Cuántos
han caído?
-Solo
quedamos cinco: Horval, Sig, Garlet, tú y yo.
-¿El
capitán…?-me dispuse a preguntar si había muerto, tal y como supuse al
principio, pero no pude terminar la frase. Barferin entendía lo que iba a
preguntar, y parecía que también le costaba trabajo hablar de ello, por lo que
solo asintió con la cabeza-. ¿Cómo ocurrió?
-Fue
todo demasiado rápido. Cuando te hirieron, Horval apareció para ayudarme a trasladarte
al campo de heridos. Poco a poco el enemigo fue ganando terreno y las líneas
delanteras cayeron. Ahí perdimos a la mitad de nuestros hombres. El capitán se
negó a darse por vencido, quería salvar a todos los que habíais sido heridos y
luchó hasta la muerte.
-Al
menos tenemos el consuelo de que murió con honor-dije entristecido.
-No
te sientas culpable, son cosas que ocurren en el campo de batalla, el precio de
la guerra-dijo soltando un profundo suspiro.
-¿Qué
ocurrirá con la cuarta división ahora?-me atreví a preguntar.
-El
emperador se reunirá conmigo en estos días para hablar más detalladamente del
tema-comentó con bastante desgana. No parecía querer acudir a aquella reunión-.
Sería una pena que una división tan antigua y famosa muriera en una guerra que
aun ni siquiera ha acabado.
-¿Aun
seguimos en guerra?
-Por
supuesto. No cumplimos nuestro objetivo, conseguimos ganar aquella batalla por
de milagro. La otra expedición se enteró de que fuimos masacrados y decidió
retirarse también. Hemos vuelto a Arstacia para retirarnos, pero sabemos que de
un momento a otro el ejército de Torval contraatacará y tendremos que luchar en
casa.
-Yo...
no sé qué decir-me había quedado casi mudo al escucharlo todo. Tenía tantas
cosas que asimilar que mi cabeza parecía que fuese a estallar de un momento a
otro.
-Será
mejor que descanses y reposes en tu casa hasta nuevo aviso. No creo que tarde
mucho en reunirme con el emperador o con su caballero de confianza, así que te
haré llamar cuando sepa algo para que nos reunamos todos y os comente qué será
de nosotros a partir de ahora.
-Seguiremos
luchando con el ejército, ¿verdad?-pregunté temeroso de que mi carrera como
soldado acabase ahí. Y parecía que aquel temor le hacía gracia a Barferin.
-Has
estado a punto de morir y lo que te preocupa ahora es que dejes de luchar. Eres
una persona extraña, Celadias-dijo con una mueca que parecía una sonrisa-.
Seguiremos siendo soldados, eso está claro. Que luchemos juntos o por separado
es lo que no sabemos todavía. Ahora deja de pensar en luchar, en la guerra y en
el ejército y céntrate en recuperarte de tu herida, ¿queda claro?
Asentí
con la cabeza y me despedí de él. No tenía muy claro que fuese a conseguir
dejar de pensar en esas cosas, al menos no con la facilidad con la que me lo
pidió. Mi futuro era incierto en esos momentos y no sabía qué iba a hacer ni
qué sería de mí. Tenía que asimilar que en aquella batalla donde casi perdí la
vida se perdieron miles de vidas más, entre ellas las de más de una decena y
media de mis compañeros, incluyendo al capitán Kanos. También tenía que
asimilar que aquella campaña no había servido de nada y que la guerra todavía
no se había acabado. Por no hablar de que tendría que “enfrentarme” a mi
familia, o, más bien, a su preocupación.
Por
suerte, no se lo tomaron del todo mal. Kestix se lanzó a mis brazos con
cuidado, sabiendo que la herida en el pecho aun no se había cerrado del todo, y
mi madre me llenó la cara de besos al verme, con sus ojos empañados en
lágrimas, en pie frente a ella. Junto a ellos estaban también Karter y Trent,
que habían estado preocupados de mí desde que se enteraron de que había llegado
a la ciudad en una carreta junto a cientos de heridos. A pesar de la melancolía
y la tristeza del despertar, los cuatro se aseguraron de hacer que el resto del
día fuese inolvidable, tratando de compensarme las malas noticias con buenas
acciones, como el estofado de mi madre que tanto había añorado durante la
campaña.
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